Lanzado iba, tanto como cuatro apoyos permiten. Dos de ellos protésicos, uno en perfectas condiciones y otro que condicionaba al resto. Lo perseguían las deudas, los reproches y el mal querer. Rítmico, apoyaba, arrastraba, balanceaba y caía. Una y otra vez. Apoyaba, arrastraba, balanceaba y caía. Su cadencia sonora aplicaba percusión a los gritos que le exigían, le recordaban y le insistían, desde mucho más cerca, en cada “paso”.
Tan altas se oían las demandas que algún apoyo falló, forzándole a continuar con solo tres de los cuatro, dos naturales y uno “mulético”, que de amuleto algo tenía. Se vio forzado a la valentía y a la cojera de ser fuerte solo de un lado, pero no funcionaba esto y se vio empujado al abismo. Soltó la otra muleta que quedó llorando, pero erguida, como su par, y se lanzó a la torpe carrera sin ninguna de las ayudas. Casi alcanzado por la mano de la propietaria de los gritos estaba, cuando brotaron sorprendentes sus alas. Se desperezaron por no haber sido nunca usadas y se extendieron inmensas rozando los límites del adoquinado callejón. La primera batida lo alzó en vuelo, callando el ritmo y el vocerío. La segunda le mostró las coladas nocturnas y las antenas. Con la tercera aterrizó en un suave planeo en el que respirar. Flotaba en un colchón de luces, en el rumor noctámbulo y suave de la ciudad. Completaba piruetas aéreas en la tranquilidad más absoluta. Hacía tirabuzones y daba vueltas, y en cada vuelta se desliaba una vuelta la venda de su pierna y así se volatilizó vaporoso en la noche de la gran sonrisa alada.

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