Se santiguó tres veces, una por cada insulto que esperaba proferir. Llegado el momento abrió las cremalleras que comedían su dentado buzón y se internó, resuelto, en el bar. Venía a contrapelo, seguro de la pelea, como si fuera un lunes muy temprano, —¿y cuándo no es temprano un lunes?— pensó, a la vez que se descubría pensando. Saltó por encima de la barra, haciendo nulo para el entendido en atletismo televisado que apuraba un coñac en la esquina del Ramiro y agarró por la tela de donde pudo al mandril de su cuñado: —¡Ahora mismo me dices dónde escondiste el décimo!, ¡so mierda!, ¡so puto!, ¡so cerdo!
Tan increpado, Ramón, se vio abocado a lo sincero y se decidió por el desembuche:
— Lo encontré al borde de tu mesita. Lo salvé de caer en una de las embestidas que le regalé a mi cuñada y que hizo temblar el mobiliario de toda la planta. Ahora estará en el pantalón que me quité y me puse en tu casa. En mi percha, seguro.
No dudó. A golpes de sandwichera y esputos varios, lo mató. —Se lo ha merecido— aplaudió el único testigo. Aún no sabía que él sería el siguiente.

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