La seguían. Hacía una semana que un hombre, unos treinta años mayor que ella, intentaba acercarse. Andaba, casi corría, y nunca la alcanzaba.

Una noche de jueves la sorprendió de nuevo. Estaba muy cerca y comenzó a huir, en esta ocasión mucho más rápido que otras veces.

Él hacía gestos y algunos ruidos que le parecían terroríficos en aquel ambiente sucio, oscuro y humeante. En un giro se encontró en una calle sin salida. Solo podía escapar por una pequeña puerta de metal que la llevó al interior de un edificio en construcción. Subió a la planta de arriba, corrió por una galería, escuchaba sus pisadas, sus jadeos, lo tenía encima. Entonces, al bajar una escalera no hizo la curva que esta hacía y cayó al suelo desde una altura de unos seis metros, con la mala suerte de ir a clavarse en una barra de hierro de la obra que atravesó su pecho, dejándola moribunda.

Cuando su acosador, sordo de nacimiento, y mudo por ende, llegó hasta ella, vio a un hombre con el rostro bañado en lágrimas que sujetaba, tembloroso, un papel que rezaba:

«No corras, Laura. Soy tu padre y solo quiero conocerte».