“Vivo en un ático”, decía el desgraciado.

Aquello de ático solo tenía el nombre que le pusieron en el anuncio de internet, porque en realidad era como un palomar. Un loft de treinta y dos metros cuadrados con su techo maldito de uralita y una puerta de chapa que para nada podía proteger lo poco de valor que pudiera haber allí dentro.

Todas las mañanas, sobre la una, Willy salía de aquel agujero y se tiraba a la calle con su acústica. Se tomaba un café cargado, la droga más blanda a la que era aficionado, y terminaba de espabilarse allí mismo en el bar.

Había salido de San Luis, su pueblo, hacía ya dos años, para buscar oportunidades en la música, o en la obra, lo que fuese, con tal de alejarse de ese infecto lugar en el que perdió los veintiocho primeros años de su vida. Pero la cosa no marchaba mejor allí, la gran ciudad se lo estaba comiendo, lo estaba empujando a la indigencia, convirtiéndolo poco a poco en un invisible más, destrozando su juventud y su futuro.

Apenas tenía oportunidades de desarrollar su faceta de músico, más que lo de tocar en la calle, que le daba para mal comer, para el cartón de vino y pagar, a duras penas, el “ático”.

Una tarde de un mal día, mientras interpretaba ‘Wish You Were Here’ de Pink Floyd, una chica se plantó frente a él. Willy Tenía los ojos cerrados, aunque no lo suficientemente fuerte como para retener aquel amasijo de lágrimas, que caían arrítmicas sobre el cuerpo de su vieja Seagull. Estaba tocando fondo, se sentía solo, abandonado y ya no esperaba nada del destino. Tampoco esperaba encontrar nada esperanzador cuando dio el último acorde y abrió los ojos. Lo normal hubiese sido ver paseantes indiferentes, su sombrero en el suelo, delante de él, con dos o tres monedas que él mismo colocaba como reclamo, y quizás algún quinceañero que conociese el tema por su viejo, y al pasar le regalara una media sonrisa. Pero no, allí, detrás de su vista borrosa por la llantina, apareció una chica delgada, pequeña, pelirroja y seria. Lo miraba, profundamente concentrada.

— Ha sido precioso.
Willy se secaba los ojos y la miró, como si ella fuese un espejismo, una alucinación.

— ¿De verdad? ¿Te ha gustado?

— Siempre me gusta como tocas. Me encanta la segunda que haces cada día, pero esta ha sido sublime, he notado las vibraciones de tu corazón, las pulsaciones de tu garganta, incluso tu grito de auxilio.

«¿Cada día?, ¿pero cómo es posible?», pensó Willy.

— No puedes abandonar ahora — continuó — es el momento de virar y confiar en ti. Supondrá un esfuerzo, pero lo conseguirás. Ven mañana temprano, con la voz caliente y bien despierto, fúndete con tu guitarra y da lo mejor de ti. Toca tus canciones y no pares hasta que no te mantengas en pie.

— Pero ¿Quién eres tú? ¿Por qué me di….?

Preguntaba, al tiempo que un desalmado con traje y corbata, pasó por entre los dos interrumpiendo la conversación. Willy, enfadado, lo siguió con la mirada, con la misma que intentaba sin éxito pedirle explicaciones por su mala educación. Pero el hombre iba enfrascado en sus asuntos y ni siquiera percibió los dos ojos marrones que lo taladraban por la espalda.

Cuando volvió a ella, ya no estaba. Se había esfumado. La buscó, poniéndose de puntillas para mirar por encima de la gente que iba y venía, pero nada. Agarró la guitarra y el sombrero y recorrió las calles cercanas esperando encontrarse con la chica y pedirle explicaciones. Pero no lo consiguió.

Ese día, de vuelta a casa, no se paró en el parque a beber vino con los que se habían convertido en su familia, con aquellos otros invisibles desesperanzados como él con los que compartía a diario desilusiones y fracasos. Tomó otro camino y se fue derecho a su agujero, que, al fin y al cabo, aunque era sucio y pequeño, era nido y no madriguera y desde allí podía ver cada noche el cielo de la ciudad, y las estrellas.

Se preguntaba si lo que había ocurrido había sido real y si debía prestarle atención. No lo tenía nada claro, pero el pensamiento seguía ahí. Lo persiguió toda la tarde.

Al anochecer, mientras se fumaba en su hamaca un pequeño cogollo de marihuana que alguien le dio, decidió con firmeza, y hasta ilusión, hacer caso a la chica. Cogió papel y boli, y se preparó un set list de veintidós canciones, todas compuestas por él. Algunas eran arriesgadas porque hacía tiempo que no las tocaba, aunque después de darles un repaso vio que podía afrontarlas sin mayores problemas.

Cogió un despertador y, tras comprobar que funcionaba, programó la alarma para las seis de la mañana. También abrió las cortinas, con la idea de que si fallaba aquel viejo cacharro de campanas, fuera el sol quien lo despertara. Tenía un propósito y eso ya le estaba proporcionando algo de satisfacción. Para su sorpresa, cayó dormido mucho antes de lo que esperaba. Sin el vino la cosa se presentaba fea, ¡demasiada lucidez como para ir a la cama a una hora medio normal!

La noche fue una nebulosa de sueños extraños en los que aparecía la chica de cabellos rojos. Corría tras ella, pero siempre escapaba. De pronto estaba a su lado y decía “confía en mí” y volvía a desaparecer entre una masa de gente que intentaba ocultarla. Unos sueños parecían pesadillas, pero otros eran suaves y relajantes, en los que se sentía pleno como nunca antes había experimentado y en los que ella le sonreía, y le tomaba la mano para que flotara a su lado. Uno de estos sueños lo llevaron a despertar a las cinco y cuarenta y cinco de la madrugada. No hizo falta despertador, ni esperar al sol. Dio un salto y se puso en marcha. Estaba enérgico, y aunque la sombra de la duda de si estaba atendiendo a los desvaríos de una chiflada sobrevolaba su cabeza, prefirió seguir adelante y hacer lo que ella le propuso. No tenía nada que perder.

Duchado, afeitado, con ropa limpia y bien desayunado, cogió a su amiga, que descansaba en la funda, y se fue como cada día en dirección a la calle Mastreta. Esta vez mucho más temprano de lo habitual y con un brillo diferente en la mirada. Sentía algo parecido a la felicidad, estaba preparado y orgulloso de haberse decidido a buscar una vida mejor, si era eso lo que estaba haciendo.

Giró en la avenida y más adelante tomó la peatonal que desembocaba en su “lugar de trabajo”. Era una calle de comercios, que no cobraba vida hasta que se acercaban las diez, y que cuando lo hacía era un hervidero de personas que cruzaban sus caminos. Unos iban de compras, otras a la oficina. Repartidores, proveedores, jubilados y adolescentes que se saltaban las clases del instituto se diluían, se derramaban por las numerosas tiendas y los laberínticos callejones aledaños.

Hizo algo de tiempo para no empezar demasiado temprano y molestar a los pocos vecinos que por allí vivían. Se dedicó a calentar su garganta, ejecutando esos ejercicios ridículos que un colega le enseñó. A la vez digitaba con su mano izquierda sobre las cuerdas de latón, que hubiesen rajado los dedos de cualquier novato. Escuchó las campanas de la iglesia marcando las diez y decidió que era el momento.

Con la guitarra colgada sobre su hombro derecho, el pelo recogido en una coleta, plantado con las piernas entreabiertas y con el temple sereno de quien ha descansado, tomó aire y se lanzó convencido a vomitar sus veintidós amadas creaciones.

Comenzó haciendo vibrar las cuerdas en el arpegio de ‘Al final del río’. Cuidaba la dinámica, acariciando desde la quinta a la tercera durante cuatro compases, que lo llevaron al puente y después al suave estribillo, que no se jactaba de serlo. Sus ojos cerrados no eran cárcel de ningún llanto como el día anterior, al contrario, sonreían. Unas arruguillas, que ninguno de sus amigos invisibles conocían, se paseaban por la calle Mastreta, susurrando en cada oído que tuvo la suerte de caminar esa mañana por allí.

Así llegó al segundo tema, el preferido de la chica pelirroja, y lo bordó, igual que el anterior. Interpretaba las canciones como sumido en un trance que sólo le dejaba disfrutarlas. No pensaba en si debía ocurrir algo extraordinario, no escuchaba el choque de las numerosas monedas que se agolpaban unas sobre otras en su, cada vez más pequeño, sombrero. Ni pensaba en si estaría cerca aquella pecosa mujer que, desde el día anterior, había revolucionado sus entrañas.

Una hora y cuarenta y seis minutos después terminó con la última canción.

Aún mantenía los dedos sobre la tercera cuerda, donde había improvisado un
bending final perfectamente afinado, cuando empezó a volver en sí. Estaba mareado. Sudaba. Sus piernas temblaban, sus dedos ardían y su corazón sobrexcitado comenzaba a bajar lentamente de revoluciones. Cada vez entendía mejor lo que estaba sucediendo. El murmullo se hacía más y más grande, alcanzado su volumen real al mismo tiempo que abría sus ojos dubitativos de par en par. Frente a él, aplaudiendo, silbando, vitoreando, había un público emocionado. El cartero que nunca se decidía a parar, una familia de turistas belgas, un grupo de punkis que rozaban los treinta, una señora conmovida con su pañuelo de tela en la mano, un señor invidente y sonriente con su perro que no dejaba de mover la cola, dos jovencitas de chándal y chicle, el hombre trajeado que hizo desaparecer a la chica de cabellos rojos y unos obreros con cascos amarillos, formaban la primera fila que lo rodeaba. Se acercaban a darle la enhorabuena, le preguntaban si tenía discos propios para vender y le agasajaban con piropos de toda clase. Un nudo ahogaba su garganta y como podía, iba contestando y agradeciendo a unos y otros.

Besó a su guitarra antes de guardarla y comenzó a recoger las monedas y billetes mientras agradecía aún, con un movimiento de cabeza propio de cualquier japonés decente. Su variopinto público empezó a marcharse como si de una coreografía se tratase, dejando ver al fondo a dos personas que, de la mano, esperaban quietas y emocionadas.

Una era esa chica delgada, pequeña, pelirroja y seria.
La otra, con los ojos inundados, era su madre.

FIN