El leoncito de juguete rugía sin parar.

Yo sabía a ciencia cierta que estaba retando a mi paciencia y que el final de sus pilas sería mi única salvación. Eso, o levantarme, dejar lo que estaba haciendo y que tan concentrado hasta ese momento me tenía, y enfrentarme a vida muerte con el rey de la selva.

Lo mataré, pensé, pero él era un león y yo solo un hombre desconcentrado.

Fui en su búsqueda igualmente. Lo encontré entre dos muebles, avanzando sin avanzar frente a la pared, como si la pudiera desgastar como estaba haciendo conmigo. Sus rugidos resonaban más fuerte allí tan cerca, y dudé, pero no por mucho tiempo, no podía esperar a que se girase y me descubriera.
Era entonces o nunca.

Sin más, salté sobre su lomo y lo tumbé boca arriba de un solo manotazo. Evitando los mordiscos y las garras, conseguí sacarle del pecho sus dos corazones de nueve voltios, congelando su revolverse tan feroz al instante. Con ellos en las manos y con el silencio que me confirmaba como vencedor, solté una carcajada victoriosa, maligna y retorcida, que hubiese avergonzado a
mi más fiel seguidor dentro de la unidad familiar.