Un chico sin nombre, de un color y una lengua que no recuerdo, tuvo que abandonar su tierra, tan lejana de la que no lo acogería, y emprender una huida hacia la posibilidad de “ser”. Se alejó, no sé por qué, de los machetazos y de los que hacen llorar a sus sobrinos. Le dio por retirarse una «mijita» de los que mataron a sus padres, también del vacío, en la tierra, en el plato, en las almas y de algún contratiempo más que haría esta lista interminable.

Y se vino a luchar por lo que tenemos sin haberlo ganado, para ser igual que nosotros, siéndolo ya de nacimiento.

Y por aquí anda, bregando con el odio de los egoístas y la indecisión y el no saber qué hacer de los que sienten la tristeza de este chico y de otros como él. Los hay que aportan una moneda, un gracias, una sonrisa o un por favor que les alegre algo el día y les haga sentir que no huyeron del infierno para caer en el limbo, que hay alguien demostrándoles que no se equivocaron y que existe para ellos, aunque bastante escondida, una última oportunidad.