Dot vino de muy lejos. Atravesó galaxias y nebulosas para cumplir la misión que hacía tiempo le habían encomendado sus superiores. Había explorado siete planetas en el periodo en el que para nosotros transcurren mil días. En unos encontró materia interesante y diferente a la de su astro de origen, seres especiales en otros, pero aún no había descubierto en ninguno aquello que daba sentido a su odisea.


El blanco de la espesa niebla que esa mañana lo invadía todo allí arriba, se confundía con el de la nieve que cubría el Valle de Cuarán, escondido entre dos de los picos más altos de la cordillera Elética y que era el punto elegido por Dot para aterrizar su nave. Era un lugar despoblado y solitario, que solo en primavera era atravesado por escaladores que buscaban la cima del pico Ursa, un «seis mil» atractivo que, junto al Orla, acogía aquel inhóspito valle.

La nave descendía lentamente, con trayectoria firme y sin los tambaleos que cualquier vehículo volador conocido hubiese sufrido al verse golpeado por el viento de treinta y cinco nudos que arreciaba en ese momento aquel helado infierno. Inmerso en la ruidosa ventisca, su impasible y constante descenso parecía del todo irreal, como un mal efecto en una película antigua. Se vio frenado este, al posar las tres patas mecánicas que se habían desplegado segundos antes. Se enterraron casi un metro en la nieve, dando paso a una leve amortiguación con la que finalizó el aterrizaje.