Por su frente cae lentamente una gota de sudor, tan lenta como el sol que muere a su espalda. Está preparado, como cada día, al final de la tarde. La total oscuridad casi lo ha rodeado, queda tan solo un círculo de luz a su alrededor que se empequeñece por segundos y que se acerca rápidamente a la punta de su bota. Ha llegado el momento.
— ¡Ahora!
Se mueve hacia atrás con un leve balanceo y sale despedido hacia adelante, sumergiéndose en la nada.
Lleva unos cincuenta metros recorridos cuando empieza a percibir el horror. Sabe que lo atrapará si baja la velocidad, así que aprieta dientes y puños para dar zancadas más grandes, enormes, necesarias. Una masa infrahumana, viscosa y oscura, serpentea a derecha e izquierda. Lanza hilos de negrura, finos y hábiles, que bien podrían ser brazos, aunque son mucho más que eso. No lo atrapan, rozan su halo, lo acarician con maldad, pero no llegan a alcanzarlo, replegándose frustrados en compañía de un grito de agonía. De un sonido que no escuchará en ningún otro lugar.
Llega la tercera curva que, a ciegas, sus pies reconocen. Sólo le queda una subida, una que necesita también, de sus manos. Es lo más complicado, lo peor.
El cansancio y las desmesuradas pulsaciones se unen a los resbalones provocados por aquel líquido tan parecido al alquitrán que cae en cascada por la cuesta. Sus manos doloridas, por las sucesivas noches, se aferran torpes a las hirientes piedras que se mueven como al son de un vals que baila celebrando su muerte. Todo a los cuatro costados busca insistente su derrota. No quieren tener que volver a intentarlo. Lo desean inerte a sus pies, sometido a su infierno. Ya. Sin demora.
Alcanza la cima, pese a todo, y salta conociendo cuál será el final. Aterrizará sucio de oscuridad en el fondo de su cama, de donde resurgirá arañando las paredes de sus sábanas, limpio, en el siguiente amanecer, sabiéndose entonces, una noche más y por unas luminosas horas, SALVADO.

Me rindo a tus pies!