Repetía sus frases, pero el volumen era demasiado bajo. Alzó la voz, pero no se le entendía. Añadió gestos, movimientos y nada, igual, nadie lo comprendía. Uso símbolos y carteles, pintadas con brochas y espráis. Se hizo con algunos rehenes para qué le prestarán atención de una vez. Los tuvo que eliminar y siguió en las mismas. Un día consiguió emitir su mensaje por televisión, obtuvo el mismo resultado.
A los pocos días, mientras preparaba una ofensiva a mayor escala, cayó en la cuenta de algo. Era un detalle pequeño, sin importancia, aunque tal vez fuese la respuesta a lo ignorado que se sentía. Y lo descubrió de golpe. Su monólogo estaba vacío, sí, vacío, era insustancial, no merecía ser escuchado. Por eso la gente no lo oía, ni veía sus gestos, ni sus carteles, ni la violencia de sus intentos. Era el cero a la izquierda de un cero de verdad, un don nadie.
Sumido en la más profunda depresión volvió a tener una revelación, esta vez a la inversa de la que lo había hundido. El culpable fue un niño que le tiraba del pantalón. Al principio solo lo veía mover los labios, pero con un esfuerzo desconocido para él empezó a oír algo. Era una voz infantil, pura y sincera y por fin lo comprendió. Ahora tenía sentido. La vida despertó a su alrededor.
El hecho que lo cambió todo fue el descubrir que callando su voz podría oír lo que el mundo quería contarle. Escuchar era más importante que decir y su silencio hizo que pudiera percibir alto y claro lo que sus egoístas alaridos le habían estado ocultando.

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