En su sueño camina hacia el instituto junto a Aleksandra. En el ambiente flota esa brisa onírica tan recurrente que le evita ser feliz, por muy feliz que sea el momento. Los coches circulan con normalidad. Los pájaros no huyen en bandadas asustadas. Las cortinas se pliegan en su tope, imaginando límites más amplios. Los rostros no se desbordan de incertidumbre, no danzan al son del dolor. Se saludan las vecinas. Los taxis serpentean en el caudaloso río de peces motorizados buscando opciones a su trayecto, y la puerta del instituto se convierte en un embudo de normalidad que se vierte sereno hacia las aulas. Llegando a clase ve a Luka, que la mira con la sonrisa que confirma su cita de la tarde en el parque de detrás de su casa.
El temblor del impacto hace que baile la escena. Se ondula la calma con urgencia hasta degradarse en la oscuridad de aquel búnker improvisado. Se desvanece el rostro de Luka entre los gritos de los que duermen a su lado. Sus ojos, abiertos como platos, se cubren de un llanto pesado que se derrama por su pálida expresión. Entonces, la nostalgia de los momentos que la guerra le ha arrebatado le hace llorar de furia. Llora desconsolada por la muerte de Luka. Llora por la desaparición de Aleksandra en uno de los primeros bombardeos. Llora por todos los acontecimientos que nunca ocurrirán. Llora, incluso, por no poder disfrutar de ellos cuando consigue dormir. Sus sueños, cada vez menos insistentes, se saben derrotados. Los misiles siempre aciertan a atravesarlos.