Había dos lunas. Una servía para las carreras espaciales, para los viajes coronados por rígidas banderas de barras y estrellas, para la mirada cercana de valientes perritas voladoras, incluso para Hergé, Tintín y Milú. La otra era solitaria, mucho menos concurrida. Visitada por soñadores que la recorrían sin ni siquiera pisarla. Imaginada, soñada, inalcanzablemente cercana para sus huéspedes sin ínfulas de pobladores. Escrutada sin deseos de descubrir, más bien de disfrutar y permanecer, minutos, meses o siglos, que en la medida temporal de este universo quizás no ocupaba más de una noche, un rato o un beso. Esta luna era invisible para los malvados o para los poco apasionados. Era accesible solo si intentabas alcanzarla con el corazón y tus intenciones carecían de intención alguna. Sin más, y sin menos, esta era la luna que necesitabas si necesitabas “estar en la luna”.