Me encontraba cada día una de esas escaleras, de las dictadoras. De esas que te marcan el paso, de esas con alma de metrónomo o de intermitente de coche. De las que te hacen bajar en un paso repetitivo, y deciden cuál es tu pierna buena y cuál es la esclava.
¿Y por qué no una rampa? ¿o una escalera más cuerda que no te mostrara ni diestro, ni zurdo?
La construiría alguien sin manías o con más de las que yo tengo, otra explicación no hay.
Lo perdono, pero no lo olvido, porque lo recordaré en cada uno de esos trece pasos que me colocó en el camino, tal vez hasta sabiendo que esto terminaría en divagancias y hasta en paranoia.
Lo hizo queriendo, seguro. Sin duda nos observa en la lejanía, a los bajadores y subidores de aquel maldito invento, como a transeúntes cojos contantes de su obra de arte. Y se ríe, o lo que sea que hagan los constructores de escaleras dictadoras, al verlas usadas por ineptos como yo, que resoplan y maldicen en tan poco cemento de distancia.

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