Han pasado doce años desde que la puerta de entrada del piso se cerró por última vez. Allí nadie entra ni sale, sólo el sol lo hace, a media mañana lo uno, en torno a las dos de la tarde lo otro. Yo descanso aún encima de la vieja televisión. Pero no tan quieto como cuando el habitante principal moraba la roñosa vivienda. Paco se llamaba, de siempre, incluso cuando su hilo de vida lo arrastraba moribundo del salón a la cama. En aquellos días, desperezaba mi parálisis porcelánica en el quinto ronquido de Paco, nunca antes. En los cuatro primeros corría el riesgo de ser descubierto. Hasta que encontré la medida tuve algún que otro susto, por lo que a la de cinco era mi momento. Entonces, me bajaba de mi pequeño pedestal, turquesa como yo, y destrepaba por los botones hasta la mesa. Era un sitio seguro cuando él vivía. No había enormes ratas poblando el techo como ahora. Y sí, algo de comida al alcance de mi nocturno y draconiano deambular. Ahora no espero a la noche, salgo a la hora de la luz, cuando el enorme rayo ensarta aquel hogar de alimañas. Voy a la despensa, en la cocina, allí está mi lata. Es la cuarta que consigo abrir con el filo de mi pata rota. Me dolió partirla, pero lo volvería a hacer. Me sirve para conseguir comida y para los menesteres que la redondez de mis formas me impediría realizar. Es necesaria para la guerra también. Con ella mantengo a raya a las arañas y alimento el cementerio de roedores que debe haber al final del agujero del váter. Mi pata rota, y a conciencia afilada, me lo ha dado todo. No hay ser que no me tema en el 173 de la calle Feria. Incluso, Paco, aprendió a hacerlo en sus últimos meses, cuando descubrió que era yo quien le infligía las heridas ¡Cuánto se arrepintió de haberse encaprichado de mí aquella mañana de jueves de mercadillo! El sol me hizo brillar justo en el paseo de su mirada por los objetos que posábamos en la mesa expositora improvisada. Y no pudo resistirse. Doscientas pesetas pagó por mí, encandilado. Nunca pensó que el precioso objeto lo torturaría como yo lo hice. A veces miro lo que queda de él con algo de lástima. Ahí, sentado en el sofá lo coloqué después de arrebatarle el pulso en su intento de huida. Y bien está en ese lugar, para recordar al resto de moradores lo que les puede pasar, para que ni muevan el aire cuando me vean allí arriba, descansando, inmóvil e indefenso.

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