No la soportaba. Ya no quería estar más a su lado, así que, después de una insulsa cena a base de sopa de fideos rematada con yogurt natural, se lo dijo. Ella lloró, alternando lágrimas con insultos a bajo volumen que no despertarían a los tres niños que dormían dos planchas de pladur más para allá.
Cuatro mañanas después estaba buscando piso de alquiler. Todo se le iba de precio. El coche, que era de ella, no se lo quedaba él, por más curioso que pareciera. Hizo las maletas un martes por la tarde, entre tirones de camisa de su hijo mayor que lo insultaba a volumen normal. El miércoles dormía ya en casa de su padre, que solo usó el mando de la tele para bajar el volumen y poder llamarlo fracasado, y decirle que no lo quería por allí y menos con los tres monstruitos que tenía por nietos, por imposición absoluta, desde luego. Hizo cuentas, y dejando a un lado la posibilidad de una intervención divina en forma de cupón premiado, estaba más que jodido.
Aguanto un mes, de mal vivir, de depresión, de insultos a todos los volúmenes, de añorar a los tres bichos que lo culpaban por partir en dos su vida, y de faltarle dedos para hacer cuentas que no lo dejaran en la indigencia.
Entonces vio la luz. Una sonrisa se dibujó en su cara. La solución se plantó ante sus ojos. Cogió el toro por los cuernos y con una valentía que el mismo no se conocía, se remangó y escribió un email a su ex que decía: “Marisa, me he equivocado. Me gustaría volver a casa y retomar nuestra bonita historia de amor”.
Estaba contento. Sabía lo que se hacía. Sus días de rebeldía y desconsuelo habían terminado. Un poco de segura sumisión le brindaría de nuevo esa paz tranquila que disfruta el que no se anda con tonterías.

Deja tu comentario