Bebió en la taza para zurdos, pese a ser diestro y estar vacía. Se secó entonces los labios con la lengua, cogió el paraguas y se fue a la calle a tomar un rato de sol.

Normalmente hubiese ido en coche, pero al ser de noche y no tener el permiso de su madre para salir solo, prefirió ir andando esos cincuenta metros con doscientos centímetros hasta llegar al constantemente asombrajado jardín. Un sitio agradable y silencioso, lleno de gente y de ruidos. Una parcela de tranquilidad para sus ochenta y dos inviernos recién cumplidos, el treinta y tres de agosto de hacía ya dos años.

Se tumbó plantando los pies en el suelo y se quedó ensimismado, mirando a la pared estrellada en total verticalidad, más de pie que sentado. Fue ahí cuando se dio cuenta de todo, de que no había pasado nada y de que debía dormirse de una vez para despertar de aquella pesadilla llena de contradicciones, falsas esperanzas y mentiras camufladas.