Al sopor de cada mañana no lo tranquilizaba el recuerdo de las facturas pagadas. La desidia del repetitivo y diario camino a la silla gastada de su puesto de trabajo era creciente y hasta alarmante. Así, consumía con nauseas los cuatro fatídicos días de la semana que lo encerraban del séptimo al quinto, en el que llegaba la gloria de sentirse libre de esparcir su cansino vivir por los metros cuadrados de su vivienda. Refregaba su vida exhausta por el terrazo, condenado a ser siempre infeliz. Lo salvó de aquel deceso en vida una apertura de ojos hacia abajo. Allí descubrió el día a día de otras personas desafortunadas que sufrían la pena no buscada y que luchaban por alcanzar ese sopor y desidia, a los que convertirían de un plumazo en felicidad y pura energía.

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