La temperatura exterior superaba a la que invadió el alma de Sasha. Se había quedado estupefacta ante el relato de su hermano. Helada, daba vueltas a sus palabras, las masticaba, intentando buscar una explicación a aquellas extrañas y dolorosas desapariciones. Pero no, no encontraba ninguna. Era inquietante tener que asumir una amenaza de esa magnitud en su comarca, tan ajena a lo largo de su historia a la maldad de los hombres. Pero lo harían con valentía, con la misma con la que afrontaban la soledad, el clima extremo y las escasas expectativas de vida.
Un fuerte sonido rompió su murmurado monólogo, una llamada de teléfono que la sacó de las profundidades de sus cavilaciones. El tono alegre de la melodía de su móvil sonaba como un insulto en aquel momento. Por eso, y por la premura por saber más del hiriente misterio, deslizó nerviosa y rápidamente el círculo verde para contestar. La voz de Mara sonó al otro lado. Tanta normalidad desprendían sus maneras, que supo al instante que no conocía las noticias. Acordaron verse en casa, a veinte minutos en moto de la cabaña de su madre. Allí le contaría con detalle.
Se despidió de su familia con un abrazo más largo de lo habitual. Se colocó el gorro, el abrigo y los guantes y caminó hacia la moto. Se había levantado una brisa gélida que, con su silbido, acompañó a Sasha hasta el lateral del cobertizo.
Sabía que el camino se le haría largo cuando sintió la inseguridad de recorrer aquel trayecto, tortuoso y solitario, sin más compañía que la de su miedo. Aceleró para remontar la colina, arriba dejaría a la derecha la cabaña de los Andersen. Mientras, a modo de saludo, le ladraría Walf, el Alaska Malamute de Peter. Para su sorpresa, no fue así. No estaba el perro. La puerta estaba entre abierta y la nieve de la entrada removida. La hoja izquierda de la ventana de la fachada daba golpes contra la madera de la cabaña, movida por el mismo viento que le venía silbando desde casa de su madre. Notó una mala vibración. Diabólica. Sasha era una mujer especialmente sensitiva. Rozaba lo exotérico y se guiaba siempre por las señales que recibía de su alrededor. Sugestionada, aceleró todo lo que pudo. Le quedaban siete kilómetros de nieve y no quería exponerse al mal que andaba rodando, si es que era eso lo que había dejado el extraño panorama en casa de los Andersen.
Avanzó unos quinientos metros. Estaba muy nerviosa. No conseguía tranquilizarse. Al viento, cada vez más preocupante, y la nevada, se le sumó un ruido feísimo en el motor de la Polaris. Sudaba bajo las pieles que la vestían, intentando que no se parara. Pero la vieja motonieve no terminaba de reaccionar y estaba perdiendo velocidad. Sentía que no podía permanecer allí, que debía alejarse cuanto antes. El ruido aumentaba. Era como un crujido mecánico que nunca antes había escuchado en la máquina. Empezó a hacerse insoportable. Trataba de controlarlo pero llegó un momento que tuvo que soltar el acelerador para taparse el oído derecho. Dolía. Justo en ese momento la vio. Una fuerte y dolorosa punzada en la sien, acompañada del sonido más descomunal y desconocido, la condujo a la visión de una especie de bola medio enterrada en la nieve. Era blanca, estaba casi oculta. No podía dejar de mirarla. Luego se le nublo la vista. Sentía que se le iba la vida. Se desmayó. Un segundo después se estrelló contra el árbol.


Entretenido, divertido, intrigante, fantástico.
Esperando impaciente el próximo capítulo.
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