El teléfono, con su alegre tono particular, sonaba y sonaba desde el interior de la mochila de Sasha. Mara, que sabía que en el trayecto rara vez respondería al móvil, se impacientaba. Había pasado una hora desde que acordaron que se verían en casa. Además, durante la llamada anterior, notó algo en su voz que la inquietó, así que marcó el número de su madre para salir de dudas. Sin quererlo la alarmó, pues hacía mucho que se había despedido de ella. Se lo contaba a Mara, mientras recordaba el preocupante largo abrazo con el que acompañó el adiós un rato antes.
Mientras su mujer y su madre trataban de encontrarle sentido a su ausencia, ella seguía inconsciente junto a la humeante Polaris, a escasos metros de la perturbadora esfera semienterrada, a escasos metros del salvaje extraterrestre sin escrúpulos que la reduciría a sangre y restos humanos con tan solo un gesto mental.

Mara se abrigó y fue en busca de Sasha. Recorrió el camino, concentrada en su búsqueda, hasta que a los siete kilómetros vio el humo de la moto que se confundía con el del árbol con el que se había estampado y con la espesa neblina. Se acercó, y al descubrirla tumbada, inconsciente y boca arriba junto a la moto, se sobrecogió. Saltó hacia ella con el corazón en un puño. Trató de reanimarla, pero no reaccionaba. Empezó a moverla y entonces, pareció despertar. Decía algunas palabras sin sentido y parecía enormemente angustiada. Quería avisarla de la presencia de aquel extraño objeto, pero no lo conseguía. Mara la agarró de la cintura y la montó en su moto. Mientras, a Sasha, como en una pesadilla en la que quieres huir y no puedes, se le hacía eterno el momento de alejarse de allí. A duras penas consiguieron ponerse en marcha. Cuando lo consiguieron, Sasha no le quitaba ojo a la maldita bola blanca, que rezumaba maldad aun estando quieta y silenciosa. La piel erizada y la punzada en las sienes, la acompañaron varios kilómetros. También la ansiedad y el dolor en el costado que le había provocado el accidente. Por suerte, la bola no se movió. Se quedó allí, impasible, como si fuera una roca u otro elemento habitual en el paisaje nevado que la rodeaba.
En cuanto se recompuso comenzó a contar a Mara todo lo sucedido. Se atropellaban sus palabras intentando describir la esfera, el sonido aterrador, el accidente, la casa de los Andersen, Walf… También le adelantó las noticias de Durik y las desapariciones. Terminó la infusión y dio un salto hacia la mesita donde descansaba el viejo aparato telefónico con el que se comunicaría con Milo, el sheriff de Meritov y cuñado de su hermano Paul. Intentaba convencerle de que no eran imaginaciones suyas y que si buscaba en el camino la moto estrellada, daría en unos treinta pasos hacia el margen derecho con la extraña esfera blanca, que había provocado el accidente solo con su presencia. Las palabras al salir de su boca se volvían imaginativas y no muy creíbles, aun así, Milo se comprometió a comprobar cuanto antes la veracidad de su relato. Antes de colgar tuvo que oír unas últimas palabras de Sasha, de la que se decía que tenía una cualidad sobrenatural para percibir según qué cosas:
—Milo, no vayas solo. Esa extraña bola es el mal. Es la que ha traído la desgracia a nuestras vidas. Créeme. Ten cuidado…

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